Potosí atesora la primera casa que Simón I. Patiño alzó para su esposa. Una iniciativa turística busca recuperar el esplendor original del inmueble.
Texto: Patricia Cruzado V.Fotos: David Guzmán
Los niños de Uncía siempre presumieron el poseer en su terruño los únicos motores diesel fabricados el siglo pasado en Alemania. Pero se equivocaban. Desde 1912 sus dos gemelos duermen en el fondo del mar, bajo la armadura del Titanic.
Paradójicamente, esta localidad del norte de Potosí —perteneciente al municipio de Bustillo— fue bautizada en 1564 por el español Juan del Valle como Uncía, que significa “ínfimo valor”, al no encontrar metales en sus montañas.
Sin embargo, tres siglos después, en 1892, una rica veta de plata cambió para siempre la historia de esta localidad de la mano de Simón I. Patiño, considerado en su época como uno de los hombres más acaudalados del mundo. El empresario minero cochabambino construyó aquí su palacio soñado.
La promesa de Patiño
Los motores diesel alemanes fueron traídos por Patiño a Uncía desde el Viejo Continente. En 1901 se instalaron junto al primer palacio que construyó en el centro minero La Salvadora, donde vivió de 1899 a 1905. Las modernas máquinas proveían de electricidad a los campamentos mineros, las instalaciones metalúrgicas, el hospital, los ingenios y al pueblo entero.
Cuatro años antes, Patiño trabajaba en la empresa Licke, donde conoció al que poco después se convertiría en su socio, Sergio Ortiz, que posteriormente le dejaría la totalidad de la propiedad.
Para llegar hasta este resquicio del imperio de Simón I. Patiño se debe cruzar Uncía en dirección norte. Nada más llegar a la zona de Miraflores se puede observar una construcción que data de principios del siglo XX y que alojaba a las oficinas administrativas del entonces incipiente empresario minero.
Ahora, gracias a un proyecto impulsado por el actual concejal de Cultura de Uncía, Freddy Arancibia, y financiado por la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECI) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), se hace posible la recuperación de una parte de este patrimonio boliviano que había caído en el olvido.
Rodeada por una alambrada, la casa que Patiño prometió construir a su esposa cuando vivían en la miseria junto a una bocamina, parece recobrar el esplendor de antaño. Entonces Albina Rodríguez Ocampo había decidido abandonar la ciudad de Oruro para acompañar a su soñador marido en la cima del monte Llallagua.
El historiador Roberto Querejazu narra en su obra Llallagua que, para sorpresa de Patiño, “un día el arriero volvió a Uncía trayendo sobre sus mulas una joven y sus tiernos hijos”. Era Albina “quien había vendido las alhajas que poseía. Patiño se conmovió hasta las lágrimas. Así que le prometió: \'¡Algún día te construiré un palacio!\'”.
“Todos conocen la historia de cuando Patiño fue rico, pero muy pocos reconocen su pasado pobre”. Freddy Arancibia relata esta historia nostálgico, como si hubiera vivido en aquella época de crecimiento y hubiera experimentado la decadencia del que “hoy es el pueblo más pobre de la región”. Ahora sus brazos invitan al visitante a recorrer el palacio de Patiño.
Blancura. Es la primera impresión que transmite la entrada a los 73 ambientes de la casa, separados tan sólo por puertas acristaladas. Esta estructura no responde a la original, modificada en 1952 tras pasar a manos del Estado a través de Comibol, lo que provocó, según Arancibia, “la progresiva decadencia del edificio por dentro y por fuera”.
Basta andar unos pasos para comprobar que Patiño no se privó de ningún lujo. Capilla, farmacia, sala de fiestas, bastantes dormitorios, cocina y comedor, entre otros.
Durante los siete años en que la familia residió en la casa, las paredes estaban empapeladas con los paisajes verdes de los jardines franceses de Bolonia, y los muros de la imponente sala de fiestas cubiertas de un rojo guindo que contrastaba con el blanco de los arcos.
Como si del coliseo de Roma se tratara, los techos estaban cubiertos de cristales italianos procedentes de Venecia y con murales que revivían las escenas románticas de sus canales. Hoy son sustituidos con vidrio de policarbonato nacional de una pulgada de grosor.
La fachada luce un color mostaza, coronada por una torre de estilo escocés. Del mismo tono se muestra la sala de fiestas, rodeada por majestuosas mesas y sillas oscuras.
En una habitación contigua a la capilla del empresario, en la que sólo quedan bancos de madera, descansa un carruaje inglés rehabilitado que data de 1870. En éste, Patiño paseaba por Uncía al lado de su esposa. Desde la ventana se divisan enormes edificios de calamina que albergan los enormes motores que la casa alemana Diesel fabricó, ahora fuera de servicio.
Diversos objetos como retratos, pesadas llaves inglesas con las que se manejaban las máquinas (imposibles de levantar por un solo hombre) y todo un paisaje bañado por el pasado minero forman parte de la oferta turística que Uncía está poniendo en marcha para promover el turismo. “Si alguien quiere ver cómo eran los motores del Titanic, sólo puede hacerlo en este pueblo”, suelta Arancibia.
La cuna del sindicalismo
Las crónicas de Uncía están íntimamente ligadas a las del sindicalismo de la región. Arancibia Arancibia considera que “la historia oficial ha silenciado una de las batallas más relevantes en la gesta contemporánea de la minería en Bolivia”.
De acuerdo al relato del concejal, el primero de mayo de 1923, Día del Trabajo, los 5.000 mineros que trabajaban en las minas de Patiño se congregaron en la estación de ferrocarriles desde donde bajaron hasta la plaza principal Alonso de Ibáñez en conmemoración de la masacre de Chicago de 1886. Ante la iglesia, los obreros crearon el primer sindicato minero de Bolivia en base al marxismo, a pesar de la prohibición del entonces presidente Bautista Saavedra, quien gobernó el país entre 1921 y 1925.
Los sindicalistas redactaron un pliego de 10 peticiones, cuyos tres primeros puntos “hicieron temblar al Gobierno”: reducción de jornada a ocho horas, el derecho a organizar sindicatos y asociaciones y el derecho a la huelga. Una vez que el documento llegó hasta La Paz se reunieron los dos únicos partidos, el Liberal y el Republicano.
Según el relato, Bautista Saavedra declaró a Uncía ‘zona militar’ y destacó allí unos seis mil soldados. Fuertemente escoltado, el empresario chileno Emilio Díaz se abrió paso entre la multitud de la plaza a empujones. “Una señora le insultó a gritos”, relata la abuela de Arancibia. Como respuesta, el chileno disparó al cuerpo de un obrero; le siguieron los militares. Las primeras bajas fueron las personas pisoteadas por los que huían de las balas. Luego, durante varias horas los disparos se cobraron la vida de aquellos que trataban de escapar.
“La historia oficialista dice que fueron cuatro muertos \'agresivos y borrachos\'. Según mis investigaciones, hubo unos 400”. Sin embargo, José de Mesa, en su libro Historia de Bolivia, indica que el conflicto dejó nueve muertos y cinco heridos.
Con todo, la presencia militar se prolongó por 22 meses, tiempo en el cual “el Gobierno trató por todos los medios de acabar con las pruebas de la masacre”, explica Arancibia. “Las chimeneas del ingenio La Salvadora se convirtieron en hornos crematorios y muchos cuerpos fueron enterrados de 10 en 10 en varias fosas comunes”.
Por aquel entonces Uncía se había convertido en una localidad próspera, en la que podían oírse voces hasta en 15 idiomas. Bolivianos, yugoslavos, españoles, italianos y belgas regentaban las grandes tiendas comerciales de zapatos, destilerías de vinos, pianos y automóviles, entre otros.
Sin embargo, ese auge se desvaneció el 1 de mayo de 1923 por un éxodo masivo de los trabajadores a otras minas. La estocada final vino un año después con una orden del gobierno para que Patiño trasladara su imperio hasta Catavi.
El empresario se hallaba por entonces en Francia y tardó un mes en retornar al que fue su hogar.
Luego de más de 80 años, en la actualidad hay quienes aseguran divisar por las noches las luces prendidas en el palacio de Uncía. Suponen que Patiño está celebrando una fiesta. A muchos la curiosidad les mueve a acercarse hacia la casa donde el sonido de un brindis y la melodía de un piano parecen intensificarse. Pero basta llegar al inmueble para que los curiosos encuentren sus pensamientos hundidos en la oscuridad del interior.
Texto: Patricia Cruzado V.Fotos: David Guzmán
Los niños de Uncía siempre presumieron el poseer en su terruño los únicos motores diesel fabricados el siglo pasado en Alemania. Pero se equivocaban. Desde 1912 sus dos gemelos duermen en el fondo del mar, bajo la armadura del Titanic.
Paradójicamente, esta localidad del norte de Potosí —perteneciente al municipio de Bustillo— fue bautizada en 1564 por el español Juan del Valle como Uncía, que significa “ínfimo valor”, al no encontrar metales en sus montañas.
Sin embargo, tres siglos después, en 1892, una rica veta de plata cambió para siempre la historia de esta localidad de la mano de Simón I. Patiño, considerado en su época como uno de los hombres más acaudalados del mundo. El empresario minero cochabambino construyó aquí su palacio soñado.
La promesa de Patiño
Los motores diesel alemanes fueron traídos por Patiño a Uncía desde el Viejo Continente. En 1901 se instalaron junto al primer palacio que construyó en el centro minero La Salvadora, donde vivió de 1899 a 1905. Las modernas máquinas proveían de electricidad a los campamentos mineros, las instalaciones metalúrgicas, el hospital, los ingenios y al pueblo entero.
Cuatro años antes, Patiño trabajaba en la empresa Licke, donde conoció al que poco después se convertiría en su socio, Sergio Ortiz, que posteriormente le dejaría la totalidad de la propiedad.
Para llegar hasta este resquicio del imperio de Simón I. Patiño se debe cruzar Uncía en dirección norte. Nada más llegar a la zona de Miraflores se puede observar una construcción que data de principios del siglo XX y que alojaba a las oficinas administrativas del entonces incipiente empresario minero.
Ahora, gracias a un proyecto impulsado por el actual concejal de Cultura de Uncía, Freddy Arancibia, y financiado por la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECI) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), se hace posible la recuperación de una parte de este patrimonio boliviano que había caído en el olvido.
Rodeada por una alambrada, la casa que Patiño prometió construir a su esposa cuando vivían en la miseria junto a una bocamina, parece recobrar el esplendor de antaño. Entonces Albina Rodríguez Ocampo había decidido abandonar la ciudad de Oruro para acompañar a su soñador marido en la cima del monte Llallagua.
El historiador Roberto Querejazu narra en su obra Llallagua que, para sorpresa de Patiño, “un día el arriero volvió a Uncía trayendo sobre sus mulas una joven y sus tiernos hijos”. Era Albina “quien había vendido las alhajas que poseía. Patiño se conmovió hasta las lágrimas. Así que le prometió: \'¡Algún día te construiré un palacio!\'”.
“Todos conocen la historia de cuando Patiño fue rico, pero muy pocos reconocen su pasado pobre”. Freddy Arancibia relata esta historia nostálgico, como si hubiera vivido en aquella época de crecimiento y hubiera experimentado la decadencia del que “hoy es el pueblo más pobre de la región”. Ahora sus brazos invitan al visitante a recorrer el palacio de Patiño.
Blancura. Es la primera impresión que transmite la entrada a los 73 ambientes de la casa, separados tan sólo por puertas acristaladas. Esta estructura no responde a la original, modificada en 1952 tras pasar a manos del Estado a través de Comibol, lo que provocó, según Arancibia, “la progresiva decadencia del edificio por dentro y por fuera”.
Basta andar unos pasos para comprobar que Patiño no se privó de ningún lujo. Capilla, farmacia, sala de fiestas, bastantes dormitorios, cocina y comedor, entre otros.
Durante los siete años en que la familia residió en la casa, las paredes estaban empapeladas con los paisajes verdes de los jardines franceses de Bolonia, y los muros de la imponente sala de fiestas cubiertas de un rojo guindo que contrastaba con el blanco de los arcos.
Como si del coliseo de Roma se tratara, los techos estaban cubiertos de cristales italianos procedentes de Venecia y con murales que revivían las escenas románticas de sus canales. Hoy son sustituidos con vidrio de policarbonato nacional de una pulgada de grosor.
La fachada luce un color mostaza, coronada por una torre de estilo escocés. Del mismo tono se muestra la sala de fiestas, rodeada por majestuosas mesas y sillas oscuras.
En una habitación contigua a la capilla del empresario, en la que sólo quedan bancos de madera, descansa un carruaje inglés rehabilitado que data de 1870. En éste, Patiño paseaba por Uncía al lado de su esposa. Desde la ventana se divisan enormes edificios de calamina que albergan los enormes motores que la casa alemana Diesel fabricó, ahora fuera de servicio.
Diversos objetos como retratos, pesadas llaves inglesas con las que se manejaban las máquinas (imposibles de levantar por un solo hombre) y todo un paisaje bañado por el pasado minero forman parte de la oferta turística que Uncía está poniendo en marcha para promover el turismo. “Si alguien quiere ver cómo eran los motores del Titanic, sólo puede hacerlo en este pueblo”, suelta Arancibia.
La cuna del sindicalismo
Las crónicas de Uncía están íntimamente ligadas a las del sindicalismo de la región. Arancibia Arancibia considera que “la historia oficial ha silenciado una de las batallas más relevantes en la gesta contemporánea de la minería en Bolivia”.
De acuerdo al relato del concejal, el primero de mayo de 1923, Día del Trabajo, los 5.000 mineros que trabajaban en las minas de Patiño se congregaron en la estación de ferrocarriles desde donde bajaron hasta la plaza principal Alonso de Ibáñez en conmemoración de la masacre de Chicago de 1886. Ante la iglesia, los obreros crearon el primer sindicato minero de Bolivia en base al marxismo, a pesar de la prohibición del entonces presidente Bautista Saavedra, quien gobernó el país entre 1921 y 1925.
Los sindicalistas redactaron un pliego de 10 peticiones, cuyos tres primeros puntos “hicieron temblar al Gobierno”: reducción de jornada a ocho horas, el derecho a organizar sindicatos y asociaciones y el derecho a la huelga. Una vez que el documento llegó hasta La Paz se reunieron los dos únicos partidos, el Liberal y el Republicano.
Según el relato, Bautista Saavedra declaró a Uncía ‘zona militar’ y destacó allí unos seis mil soldados. Fuertemente escoltado, el empresario chileno Emilio Díaz se abrió paso entre la multitud de la plaza a empujones. “Una señora le insultó a gritos”, relata la abuela de Arancibia. Como respuesta, el chileno disparó al cuerpo de un obrero; le siguieron los militares. Las primeras bajas fueron las personas pisoteadas por los que huían de las balas. Luego, durante varias horas los disparos se cobraron la vida de aquellos que trataban de escapar.
“La historia oficialista dice que fueron cuatro muertos \'agresivos y borrachos\'. Según mis investigaciones, hubo unos 400”. Sin embargo, José de Mesa, en su libro Historia de Bolivia, indica que el conflicto dejó nueve muertos y cinco heridos.
Con todo, la presencia militar se prolongó por 22 meses, tiempo en el cual “el Gobierno trató por todos los medios de acabar con las pruebas de la masacre”, explica Arancibia. “Las chimeneas del ingenio La Salvadora se convirtieron en hornos crematorios y muchos cuerpos fueron enterrados de 10 en 10 en varias fosas comunes”.
Por aquel entonces Uncía se había convertido en una localidad próspera, en la que podían oírse voces hasta en 15 idiomas. Bolivianos, yugoslavos, españoles, italianos y belgas regentaban las grandes tiendas comerciales de zapatos, destilerías de vinos, pianos y automóviles, entre otros.
Sin embargo, ese auge se desvaneció el 1 de mayo de 1923 por un éxodo masivo de los trabajadores a otras minas. La estocada final vino un año después con una orden del gobierno para que Patiño trasladara su imperio hasta Catavi.
El empresario se hallaba por entonces en Francia y tardó un mes en retornar al que fue su hogar.
Luego de más de 80 años, en la actualidad hay quienes aseguran divisar por las noches las luces prendidas en el palacio de Uncía. Suponen que Patiño está celebrando una fiesta. A muchos la curiosidad les mueve a acercarse hacia la casa donde el sonido de un brindis y la melodía de un piano parecen intensificarse. Pero basta llegar al inmueble para que los curiosos encuentren sus pensamientos hundidos en la oscuridad del interior.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario