Uno: Ésta es la segunda buena adaptación de un clásico de la narrativa de espías. La primera fue una legendaria miniserie británica de 1979 que, en cinco horas, se tomaba su tiempo con los pormenores, entre burocráticos y siniestros, de un peligroso juego intelectual. Esa adaptación tenía un encanto adicional: nada menos que Alec Guinness como protagonista.
Dos: En resumen: George Smiley es convocado de su retiro para descubrir a un agente infiltrado que –se sospecha– trabaja para los soviéticos en plena cúpula de la inteligencia británica. El autor de la novela de 1974 es John le Carré, británico que es uno de esos escritores (otro es Graham Greene) que convirtieron este subgénero de la Guerra Fría en un ejercicio de pretensiones literarias perdurables.
Tres: El título de la novela en castellano es El topo, españolismo (para nombrar a espías infiltrados) que se expone a malentendidos en tierras latinoamericanas. El hermoso título original (Tinker, Tailor, Soldier, Spy) es intraducible, pues varía una rima infantil inglesa. Lo que está claro es que el título escogido para Latinoamérica –El espía que sabía demasiado– no sólo es un perezoso lugar común (y guiño a un clásico de Hitchcock), sino que poco tiene que ver con la película: porque de lo que trata esta intriga es precisamente de saber poco o nada. En los hechos, este título genérico podría ser el de cualquier película de espías, de la misma manera que Duelo al atardecer podría ser el de cualquier western, Batalla sangrienta el de cualquier cinta de guerra o Venganza total el de cualquier peli de acción.
Cuatro: Estos espías no se parecen a James Bond. No son jóvenes y rara vez apuestos, se visten como burócratas (ternos marrones, gafas de abuelo), toman como cosacos y fuman como chinos. El suyo es un oficio meticuloso que exige reuniones frecuentes, noches de insomnio sentados frente a un escritorio y atroces fiestas de oficina con todo el personal y macarena colectiva. Se mueven con lentitud y, cuando hablan, dicen lo estrictamente necesario; si pueden, no dicen nada. Son además hombres intensamente solos, casi huérfanos. Pero esta superficie no debería engañarnos: cuando menos lo esperamos, hablan en húngaro, ruso o francés sin dificultades. O los vemos sacar un revólver del cajón. Quizá este último detalle ilustre a cabalidad lo que los diferencia de Bond: si éste fatiga el mundo armado hasta los dientes –pues vive en un mundo ansioso por beneficiarse de su violencia–, los espías de le Carré intuyen o deducen el momento exacto en el que necesitarán disparar. Sólo entonces sacan el revólver del escritorio.
Cinco: El espía que sabía demasiado se estructura como una muñeca rusa. Hay que prestar atención: el hilo narrativo básico (la búsqueda, a cargo de Smiley, del infiltrado) convoca diversos desvíos, flashbacks, relatos dentro del relato y vueltas de tuerca. La tensión es el tono dominante de este juego de relojería: el robo de un archivador o la verificación de una fecha en un recibo se convierten en aventuras casi insoportables.
Seis: En el centro de esta partida de ajedrez se ubica George Smiley, un lento hombre triste. Luego del fracaso (y suicidio) del jefe de la inteligencia inglesa, Smiley es llamado a identificar al infiltrado desde afuera de la institución. Los posibles “topos” son cuatro colegas y amigos de alto rango. Hombre de pocas palabras, sólo a los veinte minutos de la película escuchamos a Smiley decir su primera oración: “Estoy jubilado”, responde cuando le ofrecen el trabajo. En la estupenda interpretación de Gary Oldman, Smiley resume en sus maneras de moverse y hablar, en la imperturbable melancolía de su rostro arrugado –el campo de una batalla perdida–, el efecto de la película: la construcción de un universo paralelo de hombres que, en el largo camino de la experiencia, han abandonado entusiasmos ingenuos. Hacen lo que hacen, con un fervor cercano al fanatismo, porque no tienen nada más que su oficio, porque han destruido sus vidas por ganar una guerra.
Siete: El director de la película es Tomas Alfredson, sueco de reciente fama mundial por Déjame entrar, una fábula de vampiros adolescentes. Como en esa cinta, en El espía que sabía demasiado Alfredson logra dos cosas: no sólo la creación de una atmósfera que dice mucho (una especialidad del cine sueco), sino un relato que, sin abandonarse a idiosincrasias de autor, encarna formalmente su asunto. Me explico: la estructura de muñeca rusa (historias dentro de historias dentro de historias) no es en esta película un mero lucimiento y adquiere dimensiones éticas. Por un lado, el oficio de los espías es ése: entablar con el enemigo una batalla de historias, de subterfugios, de relatos que son interpretados y sobreinterpretados (una precisión de Smiley ilustra esta dimensión: “parece una clara falsificación destinada a seducirnos” –dice al evaluar un documento ruso repleto de revelaciones–, “pero precisamente por eso quizá sea auténtico”, añade). Pero, por el otro, porque la historia de cada personaje es también eso: una muñeca rusa hecha de capas e historias, de matices y excepciones, de recuerdos y traumas.
Ocho: Cuando, al final de la película, descubrimos la identidad del topo y lo escuchamos explicarse, sus justificaciones tienen la ominosa banalidad que la película ha ido construyendo desde el principio: es decir, también descubrimos que, en este juego gris, cualquiera podría ser ese traidor. Motivos para lo uno o lo otro abundan.
Y medio: Si a usted el género no lo conmueve o atrae (el de espías, quiero decir), esta película ofrece otro atractivo que, por sí solo, amerita la escapada al cine: un reparto de magníficos actores en magníficas actuaciones. Además de Oldman (que fue nominado al Oscar por su interpretación), John Hurt, Colin Firth, Mark Strong, etc.
“El espía que sabía demasiado se estructura como una muñeca rusa. Hay que prestar atención: el hilo narrativo básico convoca diversos desvíos, flashbacks, relatos dentro del relato y vueltas de tuerca. La tensión es el tono dominante de este juego de relojería”.
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